A un año de la explosión de Beirut, el corazón de Layal todavía late con fuerza al escuchar unos fuegos artificiales o una puerta cerrándose, sonidos que hacen aflorar de nuevo la angustia vivida aquella tarde mientras llamaba a gritos a su madre por las calles destruidas y salpicadas de heridos.
Pasaron meses hasta que la joven de 22 años aprendió a controlar los ataques de pánico causados por los recuerdos recurrentes de lo ocurrido el 4 de agosto de 2020, cuando cientos de toneladas de nitrato de amonio almacenados en el puerto de Beirut explotaron causando más de 200 muertos, 6.500 heridos y una gran destrucción.
El desastre, por el que nadie ha sido condenado aún doce meses más tarde, ha dejado una huella imborrable en la memoria y profundas secuelas psicológicas en buena parte de los beirutíes.
”Mi camino hacia la recuperación ha sido lento y duro, lleno de culpa del superviviente y de trastorno de estrés postraumático (TEPT)”, explicó Layal, que trabaja como desarrolladora de juegos y tiene previsto apuntarse a una terapia en línea.
CRISTALES ROTOS Y UNA LLAMADA
Apenas media hora antes de la explosión, la joven logró convencer a su hermana para que terminase un poco antes su jornada en la oficina, ubicada frente al epicentro del desastre, y fuese al médico por un problema respiratorio. Le pidió un taxi y le informó de que su madre se encontraría con ella en el hospital.
A las 18.07, la onda expansiva sorprendió a Layal sola en casa.
”Abrí la puerta, corrí a la calle y me di cuenta de que todo estaba destruido y la gente estaba gritando, algunos estaban andando como si estuviesen perdidos y otros sangraban profusamente”, recordó.
El hospital al que había ido su familia estaba a unos cinco minutos a pie, pero de pronto no podía recordar el camino. Echó a correr, tropezó y se cayó sobre trozos de cristal. “Seguí llamando a mamá en las calles, quizás me pudiese oír”, dijo.
Cuando finalmente pudo llegar al centro médico, vio que las puertas de Urgencias estaban reventadas, salía humo negro de la sala y había heridos y sangre “por todas partes”. Tras una hora de búsqueda desesperada, recibió una llamada: su hermana y su madre habían sobrevivido.
Un año después, Layal todavía pierde a veces la noción del tiempo, tiene problemas de memoria y se siente como una “prisionera” siempre alerta al caminar por la ciudad, pero también ha comenzado a apreciar “cada segundo” con sus seres queridos y a abrazarlos siempre que puede.
ANSIEDAD, DEPRESIÓN Y TEPT
Lea Zeinoun, directora de Asociación Estratégica de la ONG Embrace, que opera la Línea Nacional de Apoyo Emocional y Prevención del Suicidio, cree que casi todas las personas que se enteraron de la deflagración en el Líbano se han visto afectadas psicológicamente “de un modo u otro”.
La mayoría de los casos que trata Embrace en relación a la tragedia se corresponden con ansiedad, depresión y TEPT, pero la experta recuerda que los traumas son “muy diversos”, y no se pueden categorizar solo en los que perdieron a un ser querido o los que sufren al experimentar una situación similar o un sonido.
”Hay traumas adicionales que llegan por una conversación o por un sentimiento de incertidumbre, u otros que pueden surgir de repente por una falta de seguridad o miedo a que se repita la explosión en cualquier momento del día”, indicó a Efe Zeinoun.
Las secuelas se manifiestan a menudo meses o incluso años después.
Además, muchas veces las víctimas deben lidiar primero con otras repercusiones de la tragedia más urgentes y, en el caso del Líbano, el actual contexto de crisis económica no ayuda a la población a priorizar las heridas psicológicas.
UN INSTANTE GRABADO A FUEGO
Abdel Salam (nombre ficticio) no puede contar las veces que ha revivido en su cabeza el momento en que la onda expansiva sacudió su piso cercano al puerto, el camino para dejar a sus compañeros de piso en un hospital y su posterior trayecto para buscar ayuda para sí mismo.
”Cada sonido a mi alrededor es un detonante, hasta el más pequeño. Al instante me giro para mirar y todas las imágenes de aquel día vuelven a mi cabeza”, explicó el joven de 31 años, que también ha desarrollado fobia social y se ve incapaz de hacer planes de futuro.
Los diez primeros meses pasaron como “si la realidad no existiese”, con la “nube de la explosión” siempre presente y “pensamientos oscuros” que nunca antes había experimentado.
La traumática experiencia le ha movido a estudiar Psicología y espera que esto le ayude a mejorar su estado mental y el de otras víctimas en su círculo de amigos.
Fuente: Infobae